viernes, 17 de octubre de 2014

Cozumel, la isla de la nostalgia

Cuando comencé a escribir este texto, estaba sentada en unas escaleras que daban al mar en Cozumel.


Algunos buscan su escalera al cielo,
yo tengo mis escaleras al mar


De todos los lugares que he visitado hasta ahora, esta isla ha sido de mis favoritos. Es casi totalmente virgen y se siente una paz de la que carece la incansable vida de fiesta de Playa del Carmen. Ésta es una vida de puerto, de pueblo: sólo un tercio de la isla está habitada y el resto carece de hoteles y turistas: un paraíso natural en el que revientan las olas en las costas de roca; donde en las pocas playas en las que todavía queda arena (porque el resto se la llevó un huracán hace unos años) hay cientos de camas de las tortugas marinas que llegan a desovar en las noches, así como estacas que indican dónde se encuentran sus nidos.




Me maravillé con la belleza de este lugar, con lo cristalino de sus aguas (nunca había visto aguas naturales tan transparentes en mi vida) y con los miles de azules sembrados por todo el mar.

Me enamoré de la vida en una isla: el poder caminar por la banqueta todos los días y admirar los pintorescos comercios a un lado de la calle, y del otro lado el mar. Una barda rodea la parte turística de la isla y tiene bancas para sentarse, así como un montón de huecos, entradas, escaleras para adentrarse en el mar, como la escalera desierta, solo mía, en la que escribía este texto.

Para llegar a la isla de Cozumel hay que tomar un ferry desde Playa del Carmen, un viaje emocionante desde el inicio porque se hace a través del mar. Me senté en el último asiento en la cubierta del barco, al aire libre, para ver el paisaje y poder ser consciente de cómo nos alejábamos de Playa del Carmen y cómo llegábamos al muelle de Cozumel. Algo curioso es que una vez que pones un pie en la isla y miras hacia Playa del Carmen, ésta es es casi imperceptible, mientras que Cozumel se puede ver perfectamente desde Playa del Carmen, flotando en medio del mar, con gigantescos edificios que en realidad son los barcos que llegan casi a diario a vomitar a miles de turistas a la isla.


El ferry en Playa del Carmen, listo para salir a Cozumel, "la tierra de las golondrinas"


Cuando llegué a la isla, Mike, el chico con el que hice Couchsurfing, me recogió en el muelle y fuimos a desayunar a su restaurante, que administra junto con tres amigos suyos: Mr. Chiles. Recomiendo ampliamente visitar este lugar no sólo porque soy amiga del dueño (jaja), sino por su deliciosa comida y su buen ambiente mexicano. El lugar está decorado con artesanías típicas mexicanas, pero con toques muy humorísticos, como, por ejemplo, que las patas de las mesas están calzadas con botas vaqueras.

Ese día desayunamos fajitas de pollo y nachos, y cuando regresamos más tarde, una vez que habíamos terminado de recorrer la isla, comimos una deliciosa chimichanga como hace años no comía una (fue uno de mis platillos favoritos, aunque Mike me explicó que la especialidad del restaurante es la langosta y el ceviche de caracol porque se pescan en grandes cantidades en Cozumel, por lo que los mariscos son muy frescos) y un mojito que, a diferencia de otros bares y restaurantes, que lo preparan triturando la hierbabuena en licuadora, éste se hace a mano: se prepara en molcajete, junto con azúcar y jugo de limón (además de otros ingredientes secretos que no revelaré para no traicionar el secreto gastronómico de Mr. Chiles, jaja).

Después de desayunar, Mike me dijo que tenía planeado rentar una motoneta para recorrer la isla y que yo pudiera conocerla. Como yo nunca había manejado una, también fue un día en el que pude aprender a manejar y a disfrutar del sentimiento de libertad y de velocidad de correr en una carretera desierta que se extendía al lado del mar, mientras hacíamos algunas paradas en puntos en los que no había nada excepto kilómetros y kilómetros de playa virgen y unos cuantos puestecitos de madera en los que vendían artesanías.


Las playas vírgenes de Cozumel


Casi al atardecer llegamos a Playa Azul, un restaurante con playa donde nadamos en el mar durante una hora y media por la cantidad de vida que encontramos mientras practicábamos esnórquel. Aunque esperaba una belleza y una variedad natural más espectacular debido a la fama de Cozumel (y aunque en Xel Há vi más peces, más grandes y de más colores), pudimos ver pequeños erizos, peces cirujano, sargentos mayores, unos peces negros hermosísimos que estaban salpicados de puntos de azul fosforescente, otros tan extraños que parecía que tenían manchas de jaguar de color rosa, así como peces león, con sus velos negros como si fueran de espinas, y una estrella de mar amarilla de cinco puntas un poco más pequeña que mi mano.


El arco de los buzos


Me da tristeza pensar que estuve apenas 24 horas en este paraíso y me tuve que ir. Pero me entristece todavía más pensar que cuando regrese a esta isla la próxima vez, probablemente dentro de algunos años, el Cozumel que conocí no será el mismo, sino una isla en la que ya no se podrá ver el fondo del mar a través de sus aguas turquesa mientras lo contemplas desde la borda del ferry cuando llegas a la isla; no será la isla que podías recorrer en motoneta sobre una carretera al lado del mar, como lo hicimos Mike y yo, sino que será una isla sembrada de hoteles, de playas privadas y con pocos accesos a las playas públicas; será una isla con un mar que será la sombra de lo que fue, con su vida marina destruida, y no habrá más estacas de nidos de tortuga en sus playas. Las escaleras en las que me senté ya no existirán: serán destruídas para poner en su lugar una playa artificial y un hotel cinco estrellas a sus espaldas, como en Playa del Carmen, cuyas costas están sembradas de bolsas llenas de arena (¿o de cemento?) para mantener sus playas de artificio, que cada noche borra el mar y vuelve a aparecer con toda su fuerza el desencanto: debajo de la arena de las playas, las bolsas de cemento.


Un pelícano en el muelle observando a los peces amarillos del fondo del mar


Desparecerán estas hermosas escaleras a las que nadie se acerca porque no llevan a ningún lado y en realidad desembocan en todos los caminos: al mar. Una escalera aparentemente inútil, una puerta abierta a todos los caminos, una ventana para los escritores ambulantes y los viajeros de corazón perdido, como yo.

Ésta ya no será la tierra de las golondrinas, tan limpia, ordenada, segura y tranquila como la conocí; los viajeros no se podrán detener, como lo hicimos nosotros, a la mitad de la carretera, en un camino donde no parecía que hubiera nada, para adentrarnos a la playa y encontrar un árbol que había crecido en el mar, el esqueleto de un árbol, imagen muy parecida a la que Michelet describe de los árboles muertos a las orillas del mar:

En las playas, las conchas disueltas levantan un fino polvo que va invadiendo, sepultando el árbol. Al cerrarse sus poros, faltándole el aire, se ahoga; pero conserva su forma y ahí se queda como un árbol de piedra, espectro de árbol, sombra lúgubre que no puede desaparecer, cautiva en la muerte misma.



El árbol de Michelet


La isla de la nostalgia, ésa es Cozumel.



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