jueves, 23 de octubre de 2014

Los caminos de arena que llevan a Holbox

Los caminos de arena

Holbox es una pequeña isla al norte de Quintana Roo, en la península de Yucatán, de hermosas calles de arena y playas que se extienden frente a un mar jaspeado, teñido con vetas verdes, blancas y azules hasta el horizonte.


 El mar jaspeado de Holbox
 
 
Después de salir en coche de Playa del Carmen y perdernos por tres horas en la carretera con dirección a Mérida, y después de pasar por varios pueblitos de nombres mayas, Estéban, un guionista de cine que conocí en Playa del Carmen, y yo logramos llegar finalmente al pueblo de Chiquilá, donde tomamos el ferry a la isla de Holbox.
 
Acostumbrada a las aguas turquesas y cristalinas de la Riviera Maya, quedé un poco decepcionada cuando contemplé el verde sombrío del mar sobre el que navegábamos, pero en cuanto nos acercamos a la isla y el agua verde comenzó a mezclarse y a difuminarse con el azul profundo del mar abierto, supe que ésta sería una isla diferente, distinta al Mar Caribe y a Cozumel.


El agua verde y el agua azul del mar, divididas por el muelle de Chiquilá

 
Y de pronto se abrió, como una selva que emergía del mar, la isla cubierta de manglares de Holbox.

Una vez en el muelle, hay varios choferes en carritos de golf dispuestos a llevarte hasta tu hotel, pero no es necesario tomar un taxi, pues si tienes buena condición y alma aventurera, puedes llegar a cualquier parte de la isla caminando. De la misma forma, hay varios tours que ofrecen en la isla, como el "Tour de las tres islas", en el que te llevan a visitar Isla Pájaros, Isla Pasión y el cenote Yalhau. Sin embargo, para visitar estos lugares no tienes que pagar por los tours, pues puedes caminar hasta Punta Mosquito para avistar aves exóticas (sigue leyendo para saber más) o hasta Punta Coco, desde donde puedes nadar unos cien metros en el mar hasta llegar a Isla Pasión.
 
Nosotros nos hospedamos en el Hostal Ida y Vuelta, una muy buena opción para los viajeros porque se acomoda a cualquier presupuesto: tiene hamacas con mosquitero para dormir al aire libre, dormitorios compartidos con pisos de arena, en los que se duerme en literas, y cabañas privadas ¡con agua caliente! Desde hacía casi dos meses me bañaba con agua fría, así que disfruté cada gota en la regadera, jaja.
 
Holbox es un lugar mágico por su mar de jade y sus costas de arena blanca salpicadas con conchas y caracoles de mar; los hoteles son pequeños y conservan una arquitectura acogedora y amigable con el medio ambiente, pues imitan las construcciones mayas de madera y techos de palma; las pintorescas tiendas y restaurantes, pintadas con hermosos colores, se yerguen apacibles sobre las calles de arena que recorren toda la isla, más bellas aún porque por ellas sólo se ve a las personas caminar, andar en bicicleta o manejar carritos de golf, porque en la isla no se permite el tránsito de coches. Por esta razón, para llegar a Holbox se debe dejar el coche en un estacionamiento en Chiquilá, gracias a lo que la isla ha podido mantener sus calles de arena sin asfalto.
 
 
Me encantaron los colores de las tiendas,
es como si la isla fuera un San Miguel de Allende tropical
 
 
Estas pintorescas tiendas se mezclan con el arte callejero que se puede encontrar en cualquier pared del centro de la isla gracias a los artistas locales, que desde que adoptaron la isla (como sin quererlo, como muchas de las personas que llegan y se quedan a vivir en Holbox), junto con los lugareños, se han dedicado a cuidarla y a mantener sus playas y sus manglares vírgenes, sus caminos de arena limpios y sus paredes coloridas.
 
 
Arte callejero en un edificio frente al mar
 
 
Esta isla no sólo es única por ser la isla del tiburón ballena (al que no pude ver porque ya había acabado la temporada), sino porque, al recorrerla descalza y a pie o en bicicleta con una cámara en la mochila, la isla te sorprende y te encuentras sin querer, sin buscarlo y sin pedirlo, con bellezas naturales asombrosas, como un cementerio de árboles en la playa...


Un cementerio de árboles en el mar
 

...o con bancos de arena a la mitad del mar, a los que puedes llegar nadando desde la playa y en los que puedes caminar como si caminaras sobre el agua, a la mitad del mar...


Yo en uno de los bancos de arena, a cien metros de la playa;
atrás: el mar
 

...o con un atardecer en la playa...


Me encanta el haz de luz de la foto, justo encima del barquito :)
 

...o con una tarde nublada en el muelle...


Me encantó esta foto, no puedo creer que la tomé yo :O
 

...o caminar hasta Punta Mosquito, uno de los extremos de la isla (no la llamaron así en balde, si visitas Holbox ¡no olvides tu repelente de mosquitos biodegradable! ¡Los mosquitos y los chaquistes te devoran!) y poder observar en su ambiente natural, parados sobre una sola pata, desplegando sus plumas rosas y sus alas negras, a cientos de flamingos en un banco de arena a la mitad del mar.


Un letrero pintado en un restaurante en la isla
 
 
Las aves están donde deben estar,
por eso yo soy un pájaro que salió de la jaula :)
 

Los caminos de luz

Una de las cosas más increíbles que hice en la isla me sucedió de noche.

Había escuchado que en Holbox se podía ver bioluminiscencia durante las noches. La bioluminiscencia ocurre cuando el plancton que flota en la superficie del mar se enciende de un color amarillo fosforescente como si se incendiara el mar.

Después de preguntarle a varios lugareños, a personas que trabajaban en restaurantes y a pescadores, que me dijeron que a ese fenómeno le llamaban "ardentilla" en la isla, perdí los ánimos porque me dijeron que ésta sólo se podía observar en temporada de tiburón ballena (porque este pez se alimenta del plancton que abunda en la isla), pero que ésta ya había terminado.

Sin embargo, no perdí las esperanzas y esa noche Estéban y yo fuimos al mar porque Karen, una chica del hostal, nos había dicho que hacía unas noches había podido ver olas fosforescentes en el mar, pero que nadie sabía cuándo se podía ver la bioluminiscencia: no se sabía si se debía a que hubiera luna, o si dependía de que hubiera llovido un día antes.

Todo esto le agregaba un valor todavía más emocionante para mí, porque ahora no sólo quería ver el mar iluminado de noche, sino que quería ver un fenómeno misterioso, que no era muy común en la isla ni muy conocido por sus propios habitantes. Pero por más que caminamos en la oscuridad, Estéban y yo no pudimos ver nada, y cuando agitábamos las manos sobre el agua, sólo algunas estrellas de luz se desprendían de nuestra piel.

Pero yo estaba decidida a encontrarla. Además, en pocos días sería luna nueva, por lo que cada vez las noches serían más oscuras.


Más arte urbano en Holbox
 

Una vez que Estéban se fue de Holbox porque debía regresar a Playa del Carmen (yo decidí quedarme un par de días más para recorrer la isla), conocí en el hostal a Johny, un chilango que dormía en una de las hamacas en el campamento del hostal y que estaba ahorrando dinero vendiendo artesanías de piel que él mismo confeccionaba para viajar a Guatemala (él me dio mis primeras clases de talabartería y pude aprender a hacerle un hoyo a mi cinturón con un sacabocados (viajar de mochilero es la mejor dieta para bajar de peso) y me prestó una aguja e hilo encerado para coser mi mochila, que después de dos meses de viaje se estaba rompiendo) y a Sarjano, cuyo nombre significa "creatividad" en hindú, que me animó en mi sueño de seguir viajando y escribiendo, y me dijo muchas cosas que en ese momento eran justo lo que necesitaba escuchar (gracias, Sarjano, te mando un abrazo grande). Estos chicos me dijeron que todas las noches se podía ver la bioluminiscencia, sólo era cuestión de ir a una parte de la isla que fuera lo suficientemente oscura.




Así que esa misma noche, a las 9:00, Juan, un argentino que después de trabajar en todos los oficios posibles (era escultor en herrería, hacía tatuajes de henna, había sido agricultor y había trabajado en el mantenimiento de un campamento de ecoturismo en su país) había llegado a Holbox para trabajar en un refugio de animales, y yo nos aventuramos hacia Punta Coco, después del último hotel de la isla.


Fue increíble observar este graffitti en la calle


Cuando llegamos a un punto de casi total oscuridad, comencé a inquietarme porque aún así no podía ver nada sobre el mar. Pero Johny y Sarjano nos habían dicho que debíamos meternos al mar para poder ver la bioluminiscencia, así que, a pesar de los miles de mosquitos que nos asediaban, nos quedamos en traje de baño y nos metimos en la oscuridad del mar.

Pero pronto mi inquietud se convirtió en felicidad infinita cuando, conforme más nos adentrábamos en el mar, nuestros pies comenzaron a iluminarse con un brillo amarillo. Muertos de felicidad, como niños pequeños, Juan y yo corrimos mar adentro y nos maravillamos y reímos porque cualquier lugar que tocábamos se iluminaba. Los movimientos de los peces se veían como líneas de luz bajo el agua e incluso vimos a un pez volador que brincaba sobre el agua como una bola de luz que se alejaba de nosotros. Cuando el agua nos llegaba a los hombros, agitamos las manos y pudimos ver miles de puntos de luz azul que se desprendían de nuestros dedos.


Uno de mis graffittis favoritos <3
 

Ésa ha sido una de las mejores noches de mi vida: nadamos durante horas en completa oscuridad, sin ninguna luz en la playa que iluminara la oscuridad de la noche, y a merced de la oscuridad insondable del mar, pero no teníamos miedo porque nuestros cuerpos irradiaban luz.


 

viernes, 17 de octubre de 2014

Cozumel, la isla de la nostalgia

Cuando comencé a escribir este texto, estaba sentada en unas escaleras que daban al mar en Cozumel.


Algunos buscan su escalera al cielo,
yo tengo mis escaleras al mar


De todos los lugares que he visitado hasta ahora, esta isla ha sido de mis favoritos. Es casi totalmente virgen y se siente una paz de la que carece la incansable vida de fiesta de Playa del Carmen. Ésta es una vida de puerto, de pueblo: sólo un tercio de la isla está habitada y el resto carece de hoteles y turistas: un paraíso natural en el que revientan las olas en las costas de roca; donde en las pocas playas en las que todavía queda arena (porque el resto se la llevó un huracán hace unos años) hay cientos de camas de las tortugas marinas que llegan a desovar en las noches, así como estacas que indican dónde se encuentran sus nidos.




Me maravillé con la belleza de este lugar, con lo cristalino de sus aguas (nunca había visto aguas naturales tan transparentes en mi vida) y con los miles de azules sembrados por todo el mar.

Me enamoré de la vida en una isla: el poder caminar por la banqueta todos los días y admirar los pintorescos comercios a un lado de la calle, y del otro lado el mar. Una barda rodea la parte turística de la isla y tiene bancas para sentarse, así como un montón de huecos, entradas, escaleras para adentrarse en el mar, como la escalera desierta, solo mía, en la que escribía este texto.

Para llegar a la isla de Cozumel hay que tomar un ferry desde Playa del Carmen, un viaje emocionante desde el inicio porque se hace a través del mar. Me senté en el último asiento en la cubierta del barco, al aire libre, para ver el paisaje y poder ser consciente de cómo nos alejábamos de Playa del Carmen y cómo llegábamos al muelle de Cozumel. Algo curioso es que una vez que pones un pie en la isla y miras hacia Playa del Carmen, ésta es es casi imperceptible, mientras que Cozumel se puede ver perfectamente desde Playa del Carmen, flotando en medio del mar, con gigantescos edificios que en realidad son los barcos que llegan casi a diario a vomitar a miles de turistas a la isla.


El ferry en Playa del Carmen, listo para salir a Cozumel, "la tierra de las golondrinas"


Cuando llegué a la isla, Mike, el chico con el que hice Couchsurfing, me recogió en el muelle y fuimos a desayunar a su restaurante, que administra junto con tres amigos suyos: Mr. Chiles. Recomiendo ampliamente visitar este lugar no sólo porque soy amiga del dueño (jaja), sino por su deliciosa comida y su buen ambiente mexicano. El lugar está decorado con artesanías típicas mexicanas, pero con toques muy humorísticos, como, por ejemplo, que las patas de las mesas están calzadas con botas vaqueras.

Ese día desayunamos fajitas de pollo y nachos, y cuando regresamos más tarde, una vez que habíamos terminado de recorrer la isla, comimos una deliciosa chimichanga como hace años no comía una (fue uno de mis platillos favoritos, aunque Mike me explicó que la especialidad del restaurante es la langosta y el ceviche de caracol porque se pescan en grandes cantidades en Cozumel, por lo que los mariscos son muy frescos) y un mojito que, a diferencia de otros bares y restaurantes, que lo preparan triturando la hierbabuena en licuadora, éste se hace a mano: se prepara en molcajete, junto con azúcar y jugo de limón (además de otros ingredientes secretos que no revelaré para no traicionar el secreto gastronómico de Mr. Chiles, jaja).

Después de desayunar, Mike me dijo que tenía planeado rentar una motoneta para recorrer la isla y que yo pudiera conocerla. Como yo nunca había manejado una, también fue un día en el que pude aprender a manejar y a disfrutar del sentimiento de libertad y de velocidad de correr en una carretera desierta que se extendía al lado del mar, mientras hacíamos algunas paradas en puntos en los que no había nada excepto kilómetros y kilómetros de playa virgen y unos cuantos puestecitos de madera en los que vendían artesanías.


Las playas vírgenes de Cozumel


Casi al atardecer llegamos a Playa Azul, un restaurante con playa donde nadamos en el mar durante una hora y media por la cantidad de vida que encontramos mientras practicábamos esnórquel. Aunque esperaba una belleza y una variedad natural más espectacular debido a la fama de Cozumel (y aunque en Xel Há vi más peces, más grandes y de más colores), pudimos ver pequeños erizos, peces cirujano, sargentos mayores, unos peces negros hermosísimos que estaban salpicados de puntos de azul fosforescente, otros tan extraños que parecía que tenían manchas de jaguar de color rosa, así como peces león, con sus velos negros como si fueran de espinas, y una estrella de mar amarilla de cinco puntas un poco más pequeña que mi mano.


El arco de los buzos


Me da tristeza pensar que estuve apenas 24 horas en este paraíso y me tuve que ir. Pero me entristece todavía más pensar que cuando regrese a esta isla la próxima vez, probablemente dentro de algunos años, el Cozumel que conocí no será el mismo, sino una isla en la que ya no se podrá ver el fondo del mar a través de sus aguas turquesa mientras lo contemplas desde la borda del ferry cuando llegas a la isla; no será la isla que podías recorrer en motoneta sobre una carretera al lado del mar, como lo hicimos Mike y yo, sino que será una isla sembrada de hoteles, de playas privadas y con pocos accesos a las playas públicas; será una isla con un mar que será la sombra de lo que fue, con su vida marina destruida, y no habrá más estacas de nidos de tortuga en sus playas. Las escaleras en las que me senté ya no existirán: serán destruídas para poner en su lugar una playa artificial y un hotel cinco estrellas a sus espaldas, como en Playa del Carmen, cuyas costas están sembradas de bolsas llenas de arena (¿o de cemento?) para mantener sus playas de artificio, que cada noche borra el mar y vuelve a aparecer con toda su fuerza el desencanto: debajo de la arena de las playas, las bolsas de cemento.


Un pelícano en el muelle observando a los peces amarillos del fondo del mar


Desparecerán estas hermosas escaleras a las que nadie se acerca porque no llevan a ningún lado y en realidad desembocan en todos los caminos: al mar. Una escalera aparentemente inútil, una puerta abierta a todos los caminos, una ventana para los escritores ambulantes y los viajeros de corazón perdido, como yo.

Ésta ya no será la tierra de las golondrinas, tan limpia, ordenada, segura y tranquila como la conocí; los viajeros no se podrán detener, como lo hicimos nosotros, a la mitad de la carretera, en un camino donde no parecía que hubiera nada, para adentrarnos a la playa y encontrar un árbol que había crecido en el mar, el esqueleto de un árbol, imagen muy parecida a la que Michelet describe de los árboles muertos a las orillas del mar:

En las playas, las conchas disueltas levantan un fino polvo que va invadiendo, sepultando el árbol. Al cerrarse sus poros, faltándole el aire, se ahoga; pero conserva su forma y ahí se queda como un árbol de piedra, espectro de árbol, sombra lúgubre que no puede desaparecer, cautiva en la muerte misma.



El árbol de Michelet


La isla de la nostalgia, ésa es Cozumel.



lunes, 13 de octubre de 2014

Un día en la vida de un tortuguero

Esta entrada está dedicada a todos los tortugueros,
no sólo de Quintana Roo, sino de México y el mundo

Ser tortuguero, una persona que busca nidos de tortuga en la arena y los limpia, libera crías en el mar y patrulla de noche para examinar a las tortugas que salen para desovar, es decir, alguien que vive en la playa y se dedica a cuidar a estos animales, es un trabajo hermoso, pero en realidad conlleva muchísimo más trabajo y dedicación de lo que aparenta a primera vista.

Ser tortuguero significa consagrar tu tiempo y todas tus energías para ayudar a la conservación de estos majestuosos animales que tienen 300 mil años (¡300 mil!) nadando en los mares del tiempo y que sobrevivieron a los dinosaurios (pero que desafortunadamente parece que no sobrevivirán al hombre, pues en menos de 100 años éste ya casi acaba con ellas). Ser tortuguero requiere paciencia, fuerza y resistencia, pero sobre todo una gran pasión. No es un trabajo para cualquiera: sólo alguien que ama a las tortugas con todo su corazón puede soportar todo lo que tiene que vivir para ayudarlas a sobrevivir. En seguida cuento la experiencia que viví durante un mes como tortuguera en la playa de Xcacel, en Quintana Roo, México (para saber más sobre Xcacel, lee el artículo que escribí sobre esta playa aquí).


Los tortugueros con los que trabajé en Xcacel


El trabajo de un tortuguero comienza en la noche, cuando las gigantescas tortugas marinas se atreven a abandonar la seguridad del mar para anidar en la playa. A las 8:00 de la noche, los tortugueros comienzan a prepararse, pues recorrerán la playa de las 9:00 de la noche a aproximadamente las 4:00 de la mañana en busca de las tortugas que han salido del mar para examinarlas y marcar sus nidos.

La primera noche que patrullé ha sido una de las más asombrosas y confusas de mi vida, pues el trabajo se realiza en completa oscuridad. Unos días antes de mi llegada había sido luna nueva, por lo que cuando salimos del campamento y comenzamos a caminar por la playa no podía ver nada a dos metros delante de mí, pero miré hacia el cielo y quedé maravillada con la cantidad de estrellas que vi: no recuerdo haber visto tantas ni tan brillantes desde que era una niña, cuando las luces de la ciudad todavía no se habían comido su brillo. Tuve tantas horas para admirarlas cada noche que pude comenzar a reconocer algunas constelaciones, como la ira roja de Marte en la constelación de Escorpión; aprendí el brillo amarillo de Júpiter; el cuerpo agazapado de Orión; el fulgor azul, rojo y blanco de Sirius, la estrella más brillante del cielo nocturno, perteneciente a Canis Majoris, el perro del cielo, y que en realidad no es una estrella, sino dos. 

La segunda cosa que más me impresionó fue la seguridad con la que María, una voluntaria y mi compañera tortuguera, caminaba en completa oscuridad. Mi primer instinto mientras la seguía por la playa fue encender mi lámpara, pero me di cuenta de que el trabajo sería así, a oscuras, durante un mes, por lo que sería mejor acostumbrarme desde el principio.

Reto #1: Perder el miedo a la oscuridad.

Con el tiempo me acostumbré a la oscuridad, a buscar los rastros que dejan las tortugas en la arena al salir del mar, a esquivar las estacas de los nidos (unos palos de madera contra las que me estrellé cientos de veces durante esa noche y varias de las siguientes y tenía las piernas llenas de moretones), a no caer en las camas de las tortugas (las tortugas blancas tienen la bonita costumbre de cavar hoyos profundos a los que llamamos "camas", en los que se acomodan para luego hacer su nido y depositar los huevos) y a no romperme un pie (en el mejor de los casos) cada vez que caminaba por un angosto camino de piedras a un lado del mar por el que teníamos que pasar todas las noches para llegar a uno de los extremos de la playa.


Imaginen caminar por aquí de noche y a oscuras...


Pero la tercer cosa que más me impresionó fue la primera vez que vi una tortuga marina en la playa. Seguía a María por la orilla del mar, cuando de pronto vimos un camino de arena revuelta que subía desde el mar hasta lo alto de las dunas de arena, así que caminé detrás de ella hasta que llegamos a un profundo hoyo recién excavado, y al sentarme de rodillas, la vi: hermosa en su longevidad, con su sabiduría de reptil viejo, su fuerza de océano revuelto, su tranquilidad petrificada, una tortuga con lágrimas en los ojos, asustada de los humanos que se acercaban a ella mientras cavaba con sus aletas traseras un pequeño agujero donde después depositaría sus huevos. Me moría por tocarla y saber qué se sentiría acariciar las membranas verdes y suaves de sus aletas, los escudos como diamantes de sal y tiempo en su lomo, el carapacho como una fortaleza de roca, pero era demasiado el respeto que me infundía ese animal de todas las eras, tan fuerte y tan indefenso a la vez.


Una tortuga que vi a plena luz del día, salvaje, hermosa, indómita: valiente e inocente por igual


En los patrullajes pasamos entre siete y nueve horas cada noche en la playa, lo que significa que caminábamos luchando contra el sueño y el cansancio hasta que nuestro cuerpo se mantenía en pie por sí mismo; no abandonábamos el trabajo aún cuando nuestras piernas y brazos estaban cubiertos de picaduras de mosquitos, que nos asediaban despiadadamente por la humedad de la selva; que caminábamos tanto que nos salían callos en los dedos de los pies y aún así seguíamos caminando; que hubo muchas noches en las que nos empapapamos porque la tormenta nos sorprendió limpiando nidos, que fue cuando descubrí que el mejor impermeable no es el que venden en los supermercados, sino una bolsa de basura: una bolsa de basura con la que te cubres de pies a cabeza y no te mojas ni los zapatos, en la que te acuestas en la playa para no mojar tu ropa en la arena mojada, en la que te refugias cuando hace demasiado viento y tienes frío, en fin, que una bolsa de basura es tu mejor impermeable, rompevientos y sleeping bag en la playa. 


La vegetación que rodeaba la playa... ¡por eso había tantos mosquitos!


En conclusión: cada noche terminábamos muertos de sueño, cansados por el trabajo físico, incómodos, llenos de arena y sudor, picados por los moscos y lastimados de una forma u otra porque si no nos caíamos, las tortugas nos daban aletazos en las pantorrillas y quedábamos llenos de moretones. Y muchas veces estábamos tan cansados que preferíamos dormir con la ropa del patrullaje puesta que bañarnos, pues las instalaciones del campamento contaban sólo con lo indispensable, y debo admitir que nunca pude bañarme con agua fría en la madrugada.

Reto #2: Soportar la arena, el sudor y la suciedad durante horas; aprender a convivir con ellas, acostumbrarte, disfrutar e involucrar todo tu cuerpo en el trabajo físico.

Reto #3: Bañarte con agua fría. 

Pero el trabajo de tortuguero no terminaba en la noche. Los tortugueros duermen de las 5:00 a las 11:00 de la mañana, luego desayunan y hacen las tareas domésticas que se harían en cualquier hogar: cocinan, barren la arena de las palapas, trapean y lavan ropa. Cada hora desde las 6:00 de la mañana hasta las 5:00 de la tarde un tortuguero debe caminar a los corrales que se encuentran en la playa para revisar si hubo alguna eclosión en un nido, pues las tortuguitas no pueden pasar más de cinco minutos bajo el sol porque se deshidratan y mueren. Esto quiere decir que un tortuguero no sólo duerme pocas horas, sino que su descanso se ve interrumpido todo el tiempo: por poner un ejemplo, a veces un tortuguero se va a dormir a las 4:00 de la mañana para luego despertar a las 6:00 a ir a checar un corral y luego regresar a su hamaca a las 7:00 para dormir hasta las 11:00.

Reto #4: Dormir solo unas cuantas horas al día.


Un dibujo pintado en las paredes de una heladería
en la playa de Akumal, "la tierra de las tortugas" 


A las 4:00 de la tarde los tortugueros comen y luego salen de nuevo a la playa a liberar crías o a limpiar nidos. Cuando se limpia un nido se excava en la arena hasta encontrar los huevos para contar los cascarones vacíos y saber cuántos huevos puso la tortuga, cuántas crías salieron del nido e incluso encontrar una que otra tortuguita viva todavía dentro del nido y poder liberarla en el mar. Esto muchas veces significa encontrar huevos podridos e incluso tortuguitas muertas llenas de gusanos.

Reto #5: Vencer el asco.

Después, si todavía le queda tiempo, el tortuguero puede dormir una siesta antes de volver a salir a la playa y patrullar durante la noche, por lo que se podría decir que, en promedio, un tortuguero trabaja entre 18 y 20 horas diarias, y las seis horas que le quedan para dormir muchas veces ni siquiera las duerme de corrido.

Es por esto que los tortugueros tienen un gran corazón. Los tortugueros son kalanes, son guerreros, son guardianes de las tortugas. Pero todo el esfuerzo, la frustración y la desesperación que se pueden llegar a sentir a veces se ven totalmente recompensados cuando se ve un nido eclosionar frente a tus ojos y maravillarte al ver cómo las tortuguitas emergen de la arena y caminan hasta llegar al mar...


Una tortuguita bebé :)


...o lo conmovedor que es ver los ojos de las tortugas mientras anidan en la playa, cuando secretan un líquido para limpiar sus ojos que se parece mucho a las lágrimas, o después de una noche agotadora en la que te quedas dormida en la playa a las 5:30 de la mañana porque ya no aguantas más, despertar y ver cómo una tortuga regresa al mar al amanecer, como me sucedió la primera noche que patrullé.


La primera noche que patrullé pude ver a una tortuga regresar al mar a las 6:00 de la mañana


Pero también hubo momentos muy divertidos, aunque en el momento no lo fueron exactamente: todas las veces que tuve que recostarme en la arena (sin importar si estaba seca o húmeda por la lluvia) para meter mi brazo en un nido para "robarle" sus huevos a la tortuga mientras desovaba para reubicar el nido porque estaba ubicado en un lugar peligroso; o la vez que volteamos a una tortuga para examinar una marca en su vientre, cuando se asustó tanto que dio un aletazo, me pegó en la cara y mis lentes salieron volando: tuve los labios hinchados y un moretón en la cara durante una semana y quedé ciega durante una hora porque creímos que había perdido mis lentes (y, en el peor de los casos, que la tortuga los había aplastado y se habían roto), pero cuando estacamos el nido, Pedro, mi compañero tortuguero, los encontró a un metro de profundidad enterrados en la arena: la tortuga los había sepultado en la arena, pero estaban ilesos. Muchas noches corrimos por la selva en completa oscuridad huyendo de la lluvia y aún así quedamos empapados; otras corríamos a las 3:00 de la mañana como poseídos, con palos y piedras en las manos, persiguiendo a tejones y mapaches para que no depredaran los nidos y se comieran a las tortuguitas, y otra noche, mientras caminábamos por la playa, nos dimos cuenta de que una tortuga se había metido en un corral y tuvimos que utilizar toda nuestra astucia para sacarla... Son momentos que ahora recuerdo y no puedo evitar sonreír :)


En uno de estos corrales se nos metió una tortuga.
La pregunta del millón: 
¿Cómo sacan dos personas a una tortuga de 1.20 metros de largo y que pesa 200 kilos de aquí?


Ser tortuguera ha sido de las experiencias más asombrosas y demandantes que he vivido, pero definitivamente me siento agradecida. El sentimiento de que hice todo lo posible (dediqué mi tiempo, mi sudor, mi esfuerzo, mis horas de sueño, mi fuerza y mi paciencia) para que las tortugas no se extingan me hace sentir que todo valió la pena.

Gracias a que fui tortuguera, hice grandes amigos, aprendí lo que es el verdadero trabajo, el verdadero cansancio (cuando estás tan cansado que puedes dormir sentado, con el impermeable puesto, bajo la lluvia), el verdadero sueño (cuando no puedes cerrar los ojos porque te quedas dormido y comienzas a soñar. Los primeros días soñaba todo el tiempo con tortugas. Uno de los sueños más bonitos que tuve empezaba con una flor blanca. Tenía los pétalos cerrados, por lo que parecía un huevo, pero de pronto se abría y de ella salía una tortuga bebé), aprendí a vivir con lo mínimo indispensable (una hamaca donde dormir, una cabaña con techo de palma que me cubría del frío y de la lluvia, una regadera con agua fría donde bañarme, un plato caliente a la hora de la comida) y a apreciarlo; conocí a personas que se ganaron toda mi admiración porque sin importar la lluvia, el frío, el cansancio, los piquetes de mosquitos, siempre estaban de buen humor y no se quejaban; gente de una fortaleza inaudita, de una sabiduría paciente; personas admirables. 

Hoy puedo decir que después de los callos y las ampollas en los dedos de los pies, de abrirme las yemas de los dedos de tanto excavar en la arena, de los moretones en las piernas, de los labios partidos y la cara abofeteada, me siento orgullosa de haber sido tortuguera por un mes.


Xcacel


Si te interesa trabajar como voluntario en el programa de conservación de tortugas marinas en la Riviera Maya de México, ponte en contacto con la asociación civil Flora, Fauna y Cultura de México.



viernes, 10 de octubre de 2014

Xcacel, el santuario de las tortugas marinas

Durante todo el mes de septiembre viví la experiencia de ser tortuguera en este paraíso de blancos y azules cegadores que es Xcacel, una playa virgen de un kilómetro de largo que se encuentra en el camino entre Playa del Carmen y Tulum, en Quintana Roo, México, que ha sido nombrada santuario de la tortuga marina porque cada año la tortuga blanca (Chelonia mydas, también conocida como "tortuga verde") y la caguama (Caretta caretta) llegan a sus orillas para desovar.




Xcacel es una pintoresca playa en la que se puede ver a los surfers montando las olas frente a dunas de arena de un blanco incandescente que están sembradas de estacas que señalan dónde se encuentran los nidos de tortuga. El primer día que llegué a esta playa lo que más me impresionó fue la suavidad de la arena y al mismo tiempo la intensidad de su blancura, los azules del mar (estoy segura de que deberían existir cientos de nombres distintos para todos los tonos de azul que encontré), el rumor tibio y húmedo de la selva que rodea la playa y los filos de las rocas que muerden y delimitan sus orillas. 




En este paraíso perdido no hay más construcción que la cabaña de techo de palma en la que dormimos en hamacas, dos corrales hechos con redes de pesca para cuidar los nidos de tortuga y el puesto de vigilancia de los salvavidas, hecho con palos y troncos de palmera. Al ser un lugar protegido, después de las 5:00 de la tarde se cierra el acceso a los turistas, por lo que muchas tardes tuve el privilegio de ser la única persona caminando a la orilla del mar mientras atardecía, con un kilómetro de playa virgen sólo para mí.




Entre palmeras y árboles tropicales, hay algunos caminos rústicos en la selva que están abiertos al público y que se pueden recorrer. Además de la belleza de algunos paisajes que se abren hacia el mar y en los que se combina el cielo, el mar, la arena y la vegetación de la selva, si se guarda silencio se pueden escuchar los silbidos de todo tipo de pájaros y poco a poco se comienza a ver los animales que se esconden en la selva: iguanas verdes y negras, serpientes (una vez encontramos una nauyaca, una de las especies más venenosas del estado), cangrejos ermitaños que arrastraban conchas azules del tamaño de mi puño, incluso sabíamos que por la noche deambulaba un jaguar y sus dos crías, además de jaguaríes y ocelotes, pues Xavier Robles, un biólogo que también era voluntario en el campamento tortuguero, había identificado las distintas huellas que dejaban los felinos en la arena.




Si te internas en estos caminos por la selva, poco a poco la vegetación comienza a ser la de un manglar, y tras cruzar un pequeño puente en medio de la selva se abre ante tus ojos un bellísimo cenote de aguas verdes y cristalinas rodeado de mangles: el cenote Xcacelito. En sus frescas aguas se puede snorkelear y admirar su fondo, en el que duermen gigantescas piedras rectangulares que invitan a pensar en las ruinas de un templo maya.




Además de tomar el sol en una playa a la que llegan escasos turistas y nadar y snorkelear en el mar y en el cenote, no dejes de contactar a la asociación civil Flora, Fauna y Cultura de México para presenciar la liberación de crías de tortuga cuando se internan al mar al atardecer o el espectáculo de una tortuga adulta desovar en la noche.