lunes, 24 de marzo de 2014

La homosexualidad en el vampirismo

Esta semana publico un fragmento de un ensayo que escribí hace tiempo, pero que me interesa retomar porque mucho se ha dicho de la relación entre el vampiro y el erotismo, pero me parece que poco se ha explorado cómo la homosexualidad se relaciona con la figura del vampiro.

Aquí un breve recuento histórico y literario de esta relación.


La homosexualidad en el vampirismo

“El erotismo y el vampirismo son temas correlativos desde los orígenes del mito” (Mares 51). Esto se puede observar en culturas mesopotámicas, caldeas, fenicias, cananeas y finalmente judías, en las que el vampirismo se relacionó a la mujer y, por tanto, se ligó a la sexualidad:

“En culturas primarias, los rituales de la sangre se asocian de manera natural a la menstruación femenina, creándose el mito de que la mujer tiende a succionar la sangre ajena para reponer la que ha perdido” (Mares 14-5). 

 Ilustraciones de Santiago Caruso para La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik


Es por esta sospecha que la mujer se convierte simbólicamente en una criatura nocturna: incluso su ciclo coincide con el ciclo lunar. A partir de esta creencia, surge la figura de los súcubos, los demonios sexuales femeninos. De acuerdo a Roberto Mares, el surgimiento del vampiro masculino, por otra parte, se da durante el siguiente proceso:

El vampiro occidental, en su origen, es básicamente femenino; pero al pasar por el mundo islámico se masculiniza, lo que llega a causar una suerte de confusión en el desarrollo del mito en Europa. Sin embargo, esta situación no solamente se resuelve, sino que enriquece la narrativa medieval por medio del tradicional mecanismo mental de la hipóstasis, es decir, el sexo de los vampiros se convierte en algo ambiguo; puede adquirir alternativamente el carácter masculino y el femenino, e incluso simular ambos sexos y ser andrógino, lo que da lugar al desarrollo de la figura complementaria del súcubo . . . que es el íncubo, o demonio masculino (35).

Podemos observar, entonces, que desde la fase inicial del mito del vampiro existía una indeterminación en cuanto a su sexo; más allá de buscar responder a una identidad sexual definida, fue una criatura transgresora, irreprimible, que gustaba gozar de tanto hombres como mujeres para obtener placer sexual y sangre.

A partir de la Edad Media fue cuando surgieron creencias fundadas en la religión cristiana sobre el supuesto de que las personas, después de morir, podían regresar a la vida como vampiros de aspecto repudiable y naturaleza maligna por diferentes razones, entre ellas por haber tenido una muerte violenta, morir antes de ser bautizado, ser enterrado en tierra que no fuese santa y, sobre todo, por haber sido lujurioso durante su vida. De esta manera, se decía que regresaba a la vida para seguir teniendo relaciones sexuales con su esposa o con cualquier otra mujer –virgen o no.



Ilustración de Santiago Caruso


A pesar de que el mito del vampiro ha estado presente en el folclor de todas las civilizaciones durante miles de años, se introdujo a la literatura hace apenas un poco más de 200 años con el poema “La novia de Corinto” (1797) de Johann Wolfgang Goethe, el cual muestra que desde los inicios de la literatura de vampiros existe una clara asociación entre el vampiro y el erotismo. Sin embargo, es a través de esta transición del relato oral al escrito que se da una primera transformación en el mito del vampiro:

“Los vampiros folclóricos habían sido aldeanos, labradores, pero en el siglo XVIII los autores se sentían reacios a convertir a estos seres en los personajes principales de sus historias, con lo que el vampiro ascendió en la escala social y se situó en las clases altas” (Sánchez-Verdejo 58). 


Además del notable elitismo con el que procedieron dichos autores, otra razón por la cual el vampiro pasó de ser un campesino monstruoso, deforme y repulsivo a un aristócrata atrayente y magnético sexualmente es que, a pesar de la connotación negativa que todavía conservaba la figura del vampiro, era un personaje con el que los hombres de posición acomodada sentían una empatía tanto por su clase social como por su voluptuoso desempeño para seducir mujeres –cosa que sustraía la tensión sexual de los lectores si el vampiro protagónico era un hombre de campo sucio y carente de sensualidad–. Algunos ejemplos de esta primera literatura de vampiros son las obras “El vampiro” de John Polidori, Varney el vampiro o la fiesta de sangre de Thomas Preskett Prest, entre otros.


Ilustración de Santiago Caruso 


Sin embargo, es a partir del siglo XIX cuando se da una nueva vuelta de tuerca al mito del vampiro en la literatura y se reinventa como un ser sexual pleno, cuya lujuria y deseo de sangre lo llevan a traspasar las barreras victorianas que encorsetaban la sexualidad: la transgresión se lleva a cabo al volver homoéroticas las relaciones entre humanos y vampiros. La primera obra en mostrar esta nueva vertiente fue la novela Carmilla de Sheridan Le Fanu, publicada en 1871, en la que la vampiresa Carmilla Karnstein seduce a la inocente Laura de 19 años de edad.

El vampiro mezcla elementos del horror y de la sexualidad. En muchas sociedades, las restricciones sobre la conducta sexual era común, y el vampiro se convirtió en el símbolo de la liberación de estas y otras energías emocionales poderosas. Durante los siglos de dominación cristiana, la conducta homosexual siempre había sido suprimida, a veces de forma extremadamente violenta. Por tanto, podía esperarse esas actitudes liberalizadoras en la elevada sexualidad asociada con el vampirismo; ciertos elementos homosexuales podrían estar presentes, como es el caso de “Carmilla” (Sánchez-Verdejo 56).

Finalmente, el vampiro siempre se ha considerado como una alegoría de transgresión, ya que así como se opone a la religión cristiana como representante de todo lo malo y todo lo pecaminoso,

“el vampiro es una figura sexual muy poderosa. Liberado de los tabúes sociales, destruye los roles de género imperantes en su momento y se revela por medio de variantes sexuales” (Sánchez-Verdejo 223), como la homosexualidad.


A partir del Romanticismo, el mito del vampiro no ha sufrido notables cambios. En lugar de ambientarse en una atmósfera gótica, estar cargado de una connotación maligna –y maldita– y pertenecer a la aristocracia o, por lo menos, a las clases sociales altas, el vampiro permanece siendo un ser nocturno, transgresor y hambriento de sangre y semen. Se puede establecer una relación notable entre el mito del vampiro en la literatura y el discurso homoerótico, puesto que el vampiro es el símbolo por antonomasia de la transgresión sexual: en un desplazamiento psicológico del semen por la sangre, las culturas de todo el mundo han disfrazado sus impulsos sexuales (heterosexuales, pero, sobre todo homosexuales) en la figura del vampiro.


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