lunes, 17 de febrero de 2014

La enfermedad erógena

La entrada de esta semana se la dedico a una de las mejores obras de vampiros que he leído en mi vida y que, sin embargo, es casi desconocida porque

a) es un ensayo literario, no una novela;

b) sus autores, Adele Olivia Gladwell y James Havoc, son prácticamente desconocidos, y

c) sólo ha sido publicado en una antología, que tampoco ha sido muy reconocida y que sólo existe en inglés.

Por esta razón, quise que no se perdiera en el tiempo y entre miles de libros de vampiros una verdaderamente valiosa obra de este género por ser uno de los pocos ensayos literarios que existen sobre el tema, por el análisis jungiano y marxista que los autores hacen de la figura del vampiro literario, y por la hermosa prosa con la que está escrito.

Así que ahora ofrezco un fragmento de la traducción que hice de este ensayo, que nunca antes había sido traducido al español.

El título original del ensayo es "The Erogenous Disease" ("La enfermedad erógena") y fue originalmente escrito y publicado en inglés en 1992 en la antología de cuentos sobre vampiros Blood and Roses. The Vampire in 19th Century Literature (Sangre y rosas. El vampiro en la literatura del siglo XIX). Esta traducción, sin embargo, no es una versión literal del ensayo en inglés, sino que me he dado la libertad de expresar las mismas ideas y, si es posible, las mismas palabras que utilizaron los autores, para brindarle al lector una lectura placentera y estética que sea digna de la belleza y de la prosa poética del original.




La enfermedad erógena

El vampiro –encarnación perfecta de Eros y Tánatos–, cuya llegada desgarra el himen de la medianoche, corrompe a la virgen virtuosa y oscurece los valores morales sobre la sexualidad, ilumina el inconsciente eclipsado y encarna los arquetipos de la imaginación sexual. El espectro del vampiro augura delirios eróticos: debilidad carnal, metempsicosis auto-erógena, fetichismo y lesbianismo, demencia necrofílica, incesto auto-simbólico, masturbación. Como avatar de la Sombra[1], el vampiro representa el ánima o el ánimus[2] del deseo y el temor nacidos del hemisferio derecho del cerebro: una vez que ha abierto los canceles de la sangre del cuerpo, inunda la psique reprimida de asombro y repulsión.

El vampiro masculino es el heraldo de la catamenia: lame la sangre de la garganta recién violentada (el cuello de la mujer) al mismo tiempo que la sangre menstrual se derrama por la cérvix (el cuello de la matriz) desde el útero abierto en carne viva. Él es el primer amante de la psique, que sorbe el himen amoratado, lleno de cicatrices. El Príncipe de la Oscuridad, con sus colmillos crecientes y menguantes de medialuna, es el ánimus dominante de la menstruación que prevalece desde el siglo XIX tardío hasta la mitología moderna. Es un ser excomulgado del imaginario. Al hacer su aparición durante el tiempo “oscuro” o el lado sombrío del ciclo femenino, da la impresión de que es poseedor de conocimiento esotérico y de un magnético instinto animal. Él es la licantropía sexual de la mente durante el sueño. Como un líder religioso, es aterrador, pero asombrosamente excitante; lupino, bestial, mas generalmente sereno. Él es el liberador de su dama, su anfitriona. Una vez desanudados sus corsés y crinolinas victorianos, ella retoza grácilmente en una mortaja blanca enrojecida con máculas sangrientas, finalmente liberada. La palidez ascética de su rostro se desvanece cuando su sexualidad entera es abrazada por su “amante oscuro” y “esposo alternativo”: aquél que se regocija, que se alimenta del lado de ella que es normalmente rechazado por los estándares patriarcales victorianos. Él es el accoucheur de la antinomia sexual. Aquél que adora la eterna herida abierta.

Ilustración de La condesa sangrienta de Santiago Caruso


Y la vulva puede ser una flor, la orquídea exuberante en exceso o la narcótica amapola opiácea. Brotando, floreciendo, expandiéndose y abriéndose. O puede ser la flor reprimida. Y la menstruación puede ser una flor: el florecimiento del poder y la posibilidad. El derramamiento[3]. La Antigua flor inglesa: un ramo de rosas, de rojas rosas rojas, sangre y rosas. Y así como una flor guarda misteriosamente dentro de sí la promesa (o no) de fruta futura, así la mujer también puede. Sólo que ella es forzada a ser pasivamente maternal, y así la flor se convierte en amenaza y no en promesa. Se vuelve un símbolo de lo yermo, de lo infértil, y las mujeres se repliegan sobre sí mismas durante su sangrado, hacia sus sueños y hacia los múltiples aspectos de su profundo y verdadero ser. Hacia amantes arquetípicos, cómplices animales, alter-egos bestiales e íconos mitológicos. Y hacia el vampiro, que se encuentra extrañamente unido con la anfitriona de sangre, aquél que desflora y merodea en la hora más muerta de la noche. La sangre del despetalamiento, la sangre del himen, la sangre cereza[4].

Y se repliegan, también, hacia todo fenómeno de comportamiento prohibido a las mujeres victorianas. Todos los “males femeninos”, todas las enfermedades y debilidades de la mente se debían a la naturaleza instintiva, lúbrica, de la carne femenina, por lo que debían ser castigadas. La histeria, la melancolía y la ninfomanía, todos eran perversos síntomas de aquélla que no se apaciguara silenciosamente en sus aposentos enclaustrados, como las buenas mujeres victorianas debían hacer. De este modo, ¿quién era el temible hombre que parecía alentar la lascivia maldita y el descarriamiento de su sexo? ¿Y qué de su contraparte femenina, la lamia? Aquélla deseada y calumniada por todos los hombres.

Arreligioso, agnóstico o profanador, el vampiro es repelido por el crucifijo, lo cual es muy acertado, pues es la sangre de Jesús la que más le ha usurpado el poder a la sangre de las mujeres sexuales y menstruantes. Como cualquier religión misógina, el cristianismo se yergue eternamente entre las mujeres, su autoconsciencia y la seguridad que sienten sobre su carnalidad y sexualidad.

Lamia de Santiago Caruso


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[1] En este ensayo, los autores realizan un análisis del vampiro basado en las ideas psicoanalíticas de Karl Jung, por lo que todos los conceptos psicológicos deben ser entendidos bajo los preceptos de la psicología analítica. Como se mencionará más adelante, la Sombra es uno de los muchos arquetipos del inconsciente colectivo. A partir de ahora, utilizaré la palabra “sombra” con mayúscula para indicar cuando los autores hagan referencia al arquetipo para facilitar la lectura.

[2] El ánima es el arquetipo del eterno femenino en el inconsciente masculino, es decir, la imagen de la mujer o figura femenina presente en los sueños o fantasías de un hombre. El ánima sólo se aplica en términos jungianos al imaginario masculino, mientras que en la psique femenina, el aspecto masculino presente en el inconsciente colectivo de las mujeres toma la denominación de “ánimus”.

[3] En este fragmento, los autores llevan a cabo un juego de palabras imposible de traducir. Juegan con las grafías de “flower” (flor) y “flow-er” (el verbo “flow” que significa “fluir” es sustantivado con el sufijo “–er”. Una traducción para esta palabra compuesta podría ser “aquello que fluye”) para expresar que la vulva es una flor, pero también el órgano de la fluidez, del derramamiento.

[4] Otro juego de palabras: “cherry” se refiere comúnmente al fruto del cerezo, pero en el habla coloquial (slang) puede significar también “virgen”. La sangre virgen.


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